Artículo temporal. Ver la referencia al final.


Yo debo de ser ”un perro verde”, porque con lo que todo el mundo se siente feliz y contento, la ansiada jubilación, yo me sentí  tan mal, tan triste, que hasta me sobraban horas del día.

Tocaba el piano, leía, atendía a una hermana mayor enferma, paseaba, hacía mis labores de ama de casa y… nada llenaba aquel vacío que  yo sentía dentro de mi alma.

Echaba de menos a mis niños, a mis compañeros y a nuestro trabajo en común programando y realizando actividades fuera del recinto escolar.

Os aseguro que no era el hecho de sentirme mayor lo que me disgustaba, ni ese tópico de pensar que ya no sirves para nada.

Lo que me entristecía  era simplemente que echaba de menos mi labor diaria creando infinidad de actividades,
disfrutando al realizarlas y disfrutando, como digo antes, de la convivencia con los padres de mis alumnos y con mis compañeros.

Encima, no me podía expansionar hablando del tema con casi nadie, porque algunos lo consideraban
una locura,  otros una torpeza o  podían pensar que presumía de buena maestra, cualquier cosa menos la realidad.

“Todo el que juzga se equivoca”.

Mi trabajo era para mí una  parte importante  del por qué de mi vida y, encima recibía un sueldo por hacerlo. Yo era maestra, según decía mi familia, las 24 horas del día y los 365 días del año. Tenía verdadera vocación, pero desde luego sólo para enseñar a  niños pequeños  de 4 y 5 años. A esa edad los niños son ángeles, sinceros, espontáneos, puros, cariñosos. Eres para ellos, si los quieres de verdad, la que sustituye a su madre durante varias horas al día, y eso era reconfortante y me llena de alegría.

Entre nosotros existía una corriente de cariño, confianza y complicidad, que me hacía sentir muy feliz.

Por donde iba me fijaba en todo lo que veía para luego aplicarlo en mi clase o en la revista que de ella
hacía, “La Gaviota”.

Ya fueran dibujos, flores, paisajes, conversaciones, de todo tomaba nota en una libreta que siempre llevaba en mi bolso para eso.

Entonces sólo existían las máquinas de escribir y, durante el verano, preparaba los artículos que publicaría en mi revista y pasaba a limpio los comentarios que recibía de la familia, amigos y personas que colaboraban en ella.

La verdad es que, al divorciarme en Caracas y regresar a España, pude elegir trabajo entre un extenso abanico de posibilidades, volver a la línea aérea donde había estado de soltera, en otros puestos que me ofrecieron en Madrid, pero pensé que teniendo mi hijo 5 años, lo mejor era reincorporarme al magisterio para tener el mismo horario de trabajo que él en su colegio.

Tanto le pedí a Dios al jubilarme, encontrar algo que llenara mis horas y aquel hueco que dejaron mis
niños, que un día me presentaron a una pintora de Málaga que daba clases, y empecé a pintar al óleo con ella.

La pintura me enganchó, podía llevar al lienzo lo que veía por dentro. Era otra forma de crear y el tiempo pintando me relajaba profundamente. Ahora también me gusta la acuarela.

Ese fue el primer paso de los muchos que siguieron después, sólo hay que saber esperar y no perder la paciencia.

Se abrió el centro de jubilados del barrio y empecé una serie de actividades que me distraían y ocupaban mi día: Entré en un coro, trabajé en la oficina como secretaria, cursos de informática y, por último y durante diez años, estoy en el grupo de teatro del que ya os he hablado en otros comentarios.

Total, que pasado el primer momento de tristeza, pude realizar todo lo que durante los años trabajando en la escuela, no me fue posible hacer.

He escrito muchos libros que yo califico de privados, pues han sido sólo para  familiares e íntimos amigos. En diciembre pasado me publicó uno el Área el Bienestar Social,  en otro comentario os hablaré de él.

Ana Sola Loja por su artículo, “La Jubilación“.

John McNab por su foto, Greta Garbo After Hollywood, 1951.

Raúl Hernández González por su foto, Graduación.